dissabte, 5 d’octubre del 2013

Triste estoy de ver tanta felicidad derrochada

Triste estoy de ver tanta felicidad derrochada. De sentir la amargura soplar por las calles y de ver la gente con sus ojos sumidos en sueños lejanos. Paso silenciosa cerca de sus miserias y evito sus miradas. Yo ando por otra senda, tan nublada, quizá, como la suya. 
Vidas rotas encuentran el placer en torcidas circunstancias. La pequeñez humana es inmensa. Todos los ríos verten hacia el mar de nombre conocido y de olas invisibles. Cuando uno está sumergido en la ofuscación no ve los acantilados ni siente el peligro. Y los días pasan sin avisar.
Mas, lo peor es deconocerse a uno mismo: haber visto tanto mundo que no seamos capaces de nombrar las propias debilidades, de recordar lo importante y de respirar con tranquilidad para que las tristezas sean más soportables, y menos tristes. O de no poder para un instante -el instante de la felicidad eterna- y sentir que no nos falta nada; que el sosiego nos abraza como el agradable sol del otoño.
Entonces, nada sería en vano, porque seríamos capaces de apreciar la vida tal y como es. Acostumbrados a vivir afligidos por nuestros errores somos ciegos a la sencillez. Pero, ¿para qué más? ¿Para sufrir?

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