Era ya tarde cuando Poe, cansado de la víbora de su sombra, se disponía
a cantar su melancólica composición para la noche. En cada atardecer conocía,
irrepetiblemente, la soledad, siendo él un muchacho encerrado en el vacío de
cuatro paredes rugosas. En esos muros su sombra era juguetona con la luz del
sol, bailaba y aterraba a Poe con sus propias pesadillas, anticipando la noche.
En la lánguida brevedad del atardecer narraba sus pensamientos en
los papeles ceniceros con montones de lápices pequeños. Poe era capitán sin
tripulación. A veces dudaba de su rumbo. No deseaba para nada compañía, él era
su subordinado más fiel. Provisiones de agua y restos de comida es todo lo que
rescató de la bodega, era su más preciado tesoro en su travesía.
Fue muy repentino, Poe se encerró en su habitación tras una
discusión, y decidió zarpar del mundo mediante su imaginación acostada cerca de
la ventana, como si fuera un cuadro del mundo. Un mundo muy lejano, ya, para
Poe.
Cantuseaba estribillos de las frases que soltaba con su llanto. La
noche era el gran momento para desafiar la tenebrosa oscuridad; recogido y
sentado en un recodo, el más oscuro en cada singular noche, combate la ausencia
de luz con los guerreros alados de su ingenio.
Y así, con lagrimosos días y veladas nocturnas, la juventud de Poe
quería consumirse. El muchacho odiaba la hipocresía y el mundo de apariencia
que envuelven a los adultos; como buitres que degustan cadáveres de su ira…
seres de cobardía muy lejos de un fruto que, a diferencia de ellos, empieza a
madurar por dentro con un soplo, la dureza del vivir, hasta que la luz realza
su dulzura y sus colores vivos.
Poe, el marinero soñador, amarró el barco de sus
convulsiones donde la vida ya no podía broncearlo ni permitirle brotar como
flor majestuosa.
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