El sol penetra tímidamente en la estancia. Una luz
muy blanca se confunde con las paredes salinas. El vaivén del aire cosquillea
las cortinas de lino, dejando ver un mar de primavera cubierto por un cielo
azul. Como botones de una blusa, entran volando los pétalos del manzano. Estos
perfuman, con juegos de sombras, la estela de luz que van recorriendo. Mientras
él, tumbado en su cama, empieza a entreabrir los ojos pesados de tanto soñar.
Aquella aroma de vitalidad que se apodera de su cuarto trae consigo recuerdos
de los inalcanzables años de la niñez, tan etéreos como la esencia que abraza
las flores, o la tibia prisa del viento. Aparta las sábanas sin esfuerzo y, de
pie, se acerca al ventanal. Allí siente, y nota, un festín de paz, la luz
dibujando su silueta, el Ponente bañándole y mezclándose con su cara. Se
esparce el pelo con las manos, deseando congelar el rescoldo y la vida de
semejante instante. Musitan, lejos, pájaros con plumaje de melocotón; silban
cantos de alegre esperanza, inmiscuidas, las melodías, en boca de los aúllos
del temor.
Se reclina y saca la cabeza para absorber con
más intensidad el momento. Cuando Apolo empieza a resquemarle la piel, se
refugia del sol. Se viste y prepara para la nueva jornada, al mismo tiempo que
se despide, con desaliento, de aquel sorbo de abril, de aquel gozo de
tranquilidad.
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