Sin dominio alguno hablaré de la ya hablado,
del eterno sendero de una vida vivida en sueños por miedo a la realidad. El
peso del temor ensombrece las fuerzas del hombre y la ensoñación de los imposibles
consuela el llanto que endurece los ojos. Mas, pocas son las esperanzas que
sacian el abismo que uno lleva dentro. Y, a veces, una sonrisa es el detonante
para que la mente recree lo más deseado. Todas estas banalidades son reforzadas
y guardadas como lo más íntimo, lo que ninguna circunstancia podrá hacer
pedazos fácilmente. Así, uno cree llenar los vacíos con fantasías irreales, y
se regocija de la vida que no podrá abrazar, de lo ideal, de lo inexistente.
Los muros caen, la espera es eterna y la mente, quebradiza, cree resistir esos
viajes profundos sin retorno. Una vez el terreno ha sido pisado varias veces el
suelo pierde el aliento de lo real según el soñador. Todo fluye dentro de la
imaginación, incluso con más soltura que en el vivir de los hombres: la
libertad queda deteriorada por los efectos del apaciguador ensueño. Y uno
pierde la acción, la voluntad, la desgracia y la vida. Mas... ¡no sabes las
veces que me he bañado entera en este mar para escapar de todo, incluso de ti,
de la distancia que lo hace todo tan doloroso! Pero uno no se lleva nada de
allí, ni siquiera la piel empapada de agua. Sólo en el vivir se puede dirigir
el ánimo en busca de un objetivo, o con la mera entrega incondicional del amor
–y, a lo mejor, te llega algo, aunque sea un pedazo roto de amor, yo lo habré
puesto todo allí, en cada hilo, para que contenido esté siempre en todas partes
acechando las barreras del destino.
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